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domingo, 14 de marzo de 2010

La medallita

La medallita.
La Jacinta era buena muchacha. Su único pecado fue dar a luz un hijo, sin marido, en un pueblo como Villa Adelina.
La conocí cuando era adolescente. En ese entonces ella no se fijaba en mí, yo no era nadie, ni la merecía. Hoy las cosas cambiaron: soy el intendente.
Su familia era de Buenos Aires, tenían una estancia grande y mucho dinero. Hija única de madre bohemia y padre “mal entretenido”, viajaban por el mundo sin reparar en gastos. Cuando entró al secundario sus padres optaron por dejarla pupila en el colegio de monjas y mi tía Porota ofició de tutora a cambio de ocupar el viejo inmueble que tenían frente a la plaza.
Ella era muy bonita. Se distinguía por su forma de caminar, por su donaire. Los hombres se alborotaban cuando, con su andar ondulante, cruzaba la plaza. Se sabía linda y pretendida pero ninguno obtenía sus favores. No era una mujer cualquiera, menos para esos babosos que la acosaban a su paso o se escondían detrás de los postigones para observarla.
Regresó al pueblo hace unos meses. Ni sus padres ni los campos existen. No tiene nada ni a nadie, sólo un hijo y recuerdos borrosos. Actualmente ocupa un cuarto en la pensión de mi tía Porota y gracias a ella consiguió trabajo en la panadería de los Roldán.
A mi tía le tiene confianza, le cuenta cosas: el otro día le dijo que para ella había sido muy duro aceptar ese hijo, pero que en realidad siempre le habían gustado los niños; recordó que casi la echaron del convento cuando se resistió a entregarlo en adopción.
Según ella, hombre, verdaderamente hombre, tuvo sólo uno: Juan Soler.
Soler trabajaba como peón en el aserradero de las monjas, lugar donde la enviaron para ocultar su embarazo. Con él escapó a Buenos Aires llena de ilusiones y proyectos que no pudo cumplir.
La tía Porota quiere que me case con ella, cree que tengo posibilidades. Me cuenta que todas las noches la Jacinta reza frente a la imagen de la Virgen del Valle, apretando entre sus manos una medallita de bronce.
Hace unos días la vi nuevamente. La panadería de los Roldán queda cerca de la intendencia y desde el auto pude observarla: todavía es hermosa. Aún recuerdo ese día de primavera cuando junto a otras novicias se bañaba en el río y entró al monte para cambiarse. Ella no pudo vernos. Veníamos con el finado Tucho del cumpleaños del Bocha, envalentonados con tanta sangría y ginebra. Allí nos hicimos hombres, allí perdí mi medallita. Por suerte su hijo no se parece a ninguno de los dos.

Tomás Juarez Beltran.

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